Oscilaciones
Pero si ya no quedan símbolos, si el orden y significado están colapsados, ¿Por qué el amor permanece? ¿Sigue ahí en realidad o es solo un fantasma, un engaño, una simulación, un duplicado de cuarto orden que no tiene más referente que este mismo?
El amor es una cuestión curiosa. Como la luz, oscila permanentemente entre naturalezas distintas. Su condición fluye en un cauce delimitado por la razón histórica de la cultura y la potencialidad infinita de la emoción humana. Es concepto y existencia; nociones perpetuamente entrelazadas operando en puntos, trayectorias, planos y espacios infinitos; pero al mismo tiempo en limitadas definiciones que encapsulan su potencial libidinal en la estructura de consumo. Hoy resulta casi imposible desligarlo del yugo de una cultura popular que no solo lo reduce a un espasmo transaccional que enmarca momentos de la vida; sino que también lo han transformado en espectáculo y simulación panóptica.
El amor ahora se experimenta desde los ojos de los demás, desde la memoria anticipada de una publicación en esos catálogos existenciales de vida clasemediera vacía que llamamos redes sociales. Se ha transformado en un acto colectivo en el peor de los sentidos. Una compulsión no menor que la de conseguir un trabajo o tener que sentir felicidad de vivir en esta utopía plástica y distopía carnal. Al observar a través de los ojos de nuestras parejas ya no pretendemos observar la vastedad de un alma compleja y única, sino ver nuestros propios ojos reflejados en su cósmica belleza. En ese espejo, uno más bello y trágico que el del mismo Narciso, se refleja no solo la vacuidad propia sino la de esa colectividad enferma que voluntariamente se anestesia a pesar de conocer lo delirios de un romanticismo que sigue oscilando entre revolución y reacción.
En los instantes — la única condición existencial válida — podemos sentir al Universo entero posarse sobre nuestros besos, sobre nuestro llanto, sobre ese abrazo flojo en una mañana de domingo. En ocasiones, al voltear a vernos todavía nos encontramos con otro; con ese otro que da sentido al caos de un presente estúpidamente absurdo. Pero si ya no quedan símbolos, si el orden y significado está colapsado, ¿Por qué el amor permanece? ¿Sigue ahí en realidad o es solo un fantasma, un engaño, una simulación, un duplicado de cuarto orden que no tiene más referente que este mismo?
Oscila siempre entre realidad y ficción; más ahora cuando no solo es imposible distinguir entre ambas, sino que incluso a veces resulta ilegal. Es difícil aceptar que se está vivo cuando todos los días son idénticos, cuando el plan diario gira en torno a evadir al aburrimiento como si fuera la muerte y buscar la muerte como si no fuese certera. No se trata simplemente de un tema de adormecimiento y desesperación tenue; nos hemos reconfigurado de tal manera que resulta complicado volver a sentir. Hemos convencido a la evolución de que somos máquinas; y no como aquellos cyborgs que fusionaban su consciencia con el grandioso sueño tecnológico de un futuro aún en construcción. No, somos máquinas no más complejas y emocionantes que nuestros celulares, computadoras y bocinas que emulan consciencia. Nos decían que llegaría un futuro en dónde las máquinas trabajarían para nosotros y resulta que fue al revés. Ahora ellas simulan la humanidad que hemos perdido.
Pero todo lo que gira, lo que se mueve, lo que oscila; todo pierde energía y llega a su inevitable estasis; biológica y mecánica. ¿Qué hay en el centro? En esa posición 0 del concepto y la emoción del amor. ¿Qué se encuentra en el núcleo de su dualidad frustrante? La nada… tal vez.
El amor no puede explicarse en su condición cuántica, en su dualidad perpetua. Lamentablemente tiene que vivirse en consciencia; pero esta también se agota rápidamente. Llegará entonces el momento en que el amor, como emoción e idea; deje de existir. Tal vez incluso ese momento haya llegado ya. No sería descabellado imaginar que estamos en esa transición de consciencia en la que recordamos lo que el amor significaba, pero ya no podemos identificarlo en una foto, en una memoria, en un instante.
Nada dura… pero nada se pierde. En esa renuncia existencial, al fondo de ese abismo nihilista es de dónde surgen los sonidos de tambores fantasmas, de música irracionalmente alegre, de potencia total en la nada; en los huecos infinitos del Universo es dónde encontramos lo que ya resulta imposible buscar.
El amor oscila ahora entre ser y el no existir; entre miedo y voluntad, entre preocupación y deseo. Entre luz, colores y oscuridad. Si así, en esa complejidad casi cliché se proyecta su emoción y concepto caleidoscópico; qué nos queda de su interpretación en lo banal de una tarde después del trabajo. Somos como la mosca intentando entender el origen de ese enorme ventanal que ha sellado su muerte. Y, aun así, nuestro cuerpo lo reclama. No solo en deseo, en esa hambre de afecto, esa carencia casi animal; sino también en su indescriptible complejidad emocional. En ese laberinto de palabras que ya no nos alcanza la voz para entonar ni la mente para entender.
El amor sigue siendo una cosa muy extraña.